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En los rincones más profundos de la tierra, donde la roca canta con voz antigua y el martillo resuena como un latido constante, habita una raza forjada en la firmeza del granito y el calor del fuego. Son seres de baja estatura, pero de alma vasta, conocidos por su lealtad inquebrantable, su temple indomable y su amor incondicional por el metal y la piedra. Desde los primeros días, cuando aún los cielos eran jóvenes, esta raza ha cavado sus moradas en el corazón de las montañas, construyendo ciudades talladas con esmero bajo el amparo de la roca eterna. Allí, rodeados por los minerales que veneran, viven protegidos del mundo exterior, como joyas ocultas que solo revelan su fulgor a quienes lo merecen.

Su presencia se extiende más allá de los picos que llaman hogar, pues, aunque su espíritu pertenezca a la montaña, su amistad no conoce fronteras. Allí donde el deber los llama o donde la camaradería florece, puede encontrarse a uno de estos hijos de la piedra, siempre dispuesto a ofrecer su brazo y su palabra. Se cuenta entre las leyendas de los caminantes que aquel que gana el favor de uno de estos seres, hallará en él no solo un compañero, sino un hermano para toda la vida. Tal es su corazón: cálido como la fragua, fuerte como el yunque.

A pesar de su estatura, pocos hay que se atrevan a subestimar su poder. En la guerra, son un muro de escudos vivientes, guerreros temibles que no retroceden ni ante el rugido del más fiero de los enemigos. Su cuerpo, fornido como el tronco de los árboles antiguos, está hecho para resistir, y su espíritu no conoce la rendición. No es vana la fama de que su ejército es el más sólido entre los reinos, y quienes los han visto marchar al combate dicen que la tierra tiembla bajo sus botas, como si la montaña misma caminara junto a ellos.

Durante los días aciagos de la gran guerra, su papel fue decisivo. No solo ofrecieron a los pueblos libres la fuerza de sus espadas y escudos, sino también el poder de sus creaciones. Fue entonces cuando las criaturas de piedra, nacidas de su arte milenario, alzaron su estatura imponente para interponerse entre la oscuridad y los inocentes. Estos colosos sin alma fueron el escudo viviente que detuvo muchas veces la marea del mal, y su sacrificio aún se recuerda en los salones donde la luz de las antorchas danza sobre los muros esculpidos. Así lucharon los hijos de la piedra, y así aún perdura su legado.